lunes, 10 de septiembre de 2007

Plaza San Jacinto

¿Qué clase de criaturas invoca nuestra soledad? Lo siguen a uno de cerca al caminar por la calle, al comer, al trabajar. Se alimentan de suspiros y miradas perdidas, de amargos tragos de saliva. Y en los bancos o los cafés nos rodean a todos, cada uno acechado por esas bestias torcidas y grotescas. Y no nos asustamos; su aroma dulcemente sulfuroso nos aletarga, nos arrastra hacia dentro de nosotros mismos, hasta que ni siquiera notamos ya su presencia.
Sólo quien todavía tiene esa soledad a flor de piel se aterra ante semejante espectáculo: una especie de delirio medieval, una Babel o una Gomorra infestadas de placer y crueldad; bacanal y masacre; todo salpicado de médula. Crujen, sorben, gimen, ¿de dolor o de placer? Quizás de alivio. Suspiro, y ya no hay escape.
Sólo esa lluvia matutina los deshace, monstruos de papel maché. Se despintan, se marchitan, sin siquiera quejarse. Se respira de nuevo aire ligero, pero sólo por unos momentos. La gente se levanta, un poco acelerada. El señor de traje se cubre con un periódico; los meseros recogen los platos. No sé si sigan ahí, detrás de mí, observando, esperando, salivando. No me atrevo a voltear. Las gotas escurren por mi piel, viscosas; tengo náuseas y me quedo quieto. (Tal vez empapándome se vayan.)

No hay comentarios: