lunes, 10 de septiembre de 2007

Orizaba


Plaza San Jacinto

¿Qué clase de criaturas invoca nuestra soledad? Lo siguen a uno de cerca al caminar por la calle, al comer, al trabajar. Se alimentan de suspiros y miradas perdidas, de amargos tragos de saliva. Y en los bancos o los cafés nos rodean a todos, cada uno acechado por esas bestias torcidas y grotescas. Y no nos asustamos; su aroma dulcemente sulfuroso nos aletarga, nos arrastra hacia dentro de nosotros mismos, hasta que ni siquiera notamos ya su presencia.
Sólo quien todavía tiene esa soledad a flor de piel se aterra ante semejante espectáculo: una especie de delirio medieval, una Babel o una Gomorra infestadas de placer y crueldad; bacanal y masacre; todo salpicado de médula. Crujen, sorben, gimen, ¿de dolor o de placer? Quizás de alivio. Suspiro, y ya no hay escape.
Sólo esa lluvia matutina los deshace, monstruos de papel maché. Se despintan, se marchitan, sin siquiera quejarse. Se respira de nuevo aire ligero, pero sólo por unos momentos. La gente se levanta, un poco acelerada. El señor de traje se cubre con un periódico; los meseros recogen los platos. No sé si sigan ahí, detrás de mí, observando, esperando, salivando. No me atrevo a voltear. Las gotas escurren por mi piel, viscosas; tengo náuseas y me quedo quieto. (Tal vez empapándome se vayan.)

Azotea

El pararrayos se asoma como un árbol en invierno, con blanco delante y gris detrás. Debajo, un bosque de tendederos, tinacos y otros pararrayos. Sólo detrás mío hay un edificio más alto, pero ahora no hay sombras. Una patrulla chilla -debe estar lejos - y de vez en cuando un mofle ruge.
Desde aquí la ciudad es otra y ojalá nadie suba a descolgar esa ropa. Recorro el paisaje buscando en qué enredar mis pensamientos y este humor evasivo. Antes, bastaba con asomarme de la ventana del baño, y me perdía en los gruesos vidrios ocres y morados – cachetes contra el mosaico– o en las macetas del tercer piso. Hacia arriba, la del séptimo siempre estaba abierta, y hasta el fondo estaba el tragaluz. La luz lo atravesaba, lechosa, excepto en donde habían esas manchas. Sólo de un lado, entraba al edificio un poco amarillosa. Pero ya no basta con asomarse. Todo eso ya está saturado de púberes suspiros, como el baño y los vidrios empañados cuando salgo de la regadera.
En cambio, esta azotea no se satura; puedo desparramar cuanta tristeza quiera. Y de repente, mi sombrío humor se enrosca en algo, un instante antes de que lo alcance mi mirada. Un papalote, a unas cuadras de aquí, coletea, batallando, en el viento. Si no lo siguieran esos cuatro o cinco moños, tal vez se vería un poco ridículo, como un salmón sin aletas nadando contracorriente. Y ahora mi humor ya no se desprende de él. Cuando cae o repica el triste cometa, también lo hago yo.
Sin perderlo de vista, me recargo aún más contra la pared, y giro poco a poco, ojos ya en sus esquinas, hasta pegar una mejilla contra la fría pared.
Volteo hacia arriba; el edificio se extiende hacia el lechoso cielo. Al margen de mi mirada, un relámpago. Silencio. Lentamente, el cielo empieza a crujir, y cierro mis ojos en álgido retraso.

Plaza Río de Janeiro

Siempre que paso por aquí me asomo a esa casa. Los costados de la construcción me recuerdan a las casas normandas, aunque la fachada es elegante, casi majestuosa. Una grieta la recorre por el medio, partiéndola en dos, y una mitad se recarga sobre la otra, como un tipi de naipes. Si tiembla, se cae.
Entre casa y casa, hay un jardincito descuidado, con flores amarillas espolvoreadas y por lo menos nueve gatos regados entre el largo pasto. Algo me está contando Tere de su tío, pero no le hago mucho caso. Todos los gatos permanecen inmóviles, concientes de nuestra presencia pero con los ojos entrecerrados. Sólo uno, casi todo blanco, atraviesa el jardín con la mirada y el olfato atentos, hasta desaparecer detrás de la casa.
Me alejo del hoyo en la puerta, lentamente.
-¿Por qué suspiras?
-Quisiera ser ese gato.

El Salvador