lunes, 10 de septiembre de 2007

Azotea

El pararrayos se asoma como un árbol en invierno, con blanco delante y gris detrás. Debajo, un bosque de tendederos, tinacos y otros pararrayos. Sólo detrás mío hay un edificio más alto, pero ahora no hay sombras. Una patrulla chilla -debe estar lejos - y de vez en cuando un mofle ruge.
Desde aquí la ciudad es otra y ojalá nadie suba a descolgar esa ropa. Recorro el paisaje buscando en qué enredar mis pensamientos y este humor evasivo. Antes, bastaba con asomarme de la ventana del baño, y me perdía en los gruesos vidrios ocres y morados – cachetes contra el mosaico– o en las macetas del tercer piso. Hacia arriba, la del séptimo siempre estaba abierta, y hasta el fondo estaba el tragaluz. La luz lo atravesaba, lechosa, excepto en donde habían esas manchas. Sólo de un lado, entraba al edificio un poco amarillosa. Pero ya no basta con asomarse. Todo eso ya está saturado de púberes suspiros, como el baño y los vidrios empañados cuando salgo de la regadera.
En cambio, esta azotea no se satura; puedo desparramar cuanta tristeza quiera. Y de repente, mi sombrío humor se enrosca en algo, un instante antes de que lo alcance mi mirada. Un papalote, a unas cuadras de aquí, coletea, batallando, en el viento. Si no lo siguieran esos cuatro o cinco moños, tal vez se vería un poco ridículo, como un salmón sin aletas nadando contracorriente. Y ahora mi humor ya no se desprende de él. Cuando cae o repica el triste cometa, también lo hago yo.
Sin perderlo de vista, me recargo aún más contra la pared, y giro poco a poco, ojos ya en sus esquinas, hasta pegar una mejilla contra la fría pared.
Volteo hacia arriba; el edificio se extiende hacia el lechoso cielo. Al margen de mi mirada, un relámpago. Silencio. Lentamente, el cielo empieza a crujir, y cierro mis ojos en álgido retraso.